La Vecina por Maribel Fernández

 Todavía hoy, no sé cómo explicar los hechos sin que me tachen de loco. Pero permítanme que me presente… Me llamo James Smith, y contaba por aquel entonces 70 años. Vivía en las afueras de Londres, en un acogedor vecindario de casitas adosadas con jardín.
Cada mañana a las ocho en punto, tenía por costumbre salir a sentarme en el porche y saborear tranquilamente una taza de té recién hecho. Contemplaba a mis vecinos salir de sus casas casi siempre con prisas, sobre todo a matrimonios jóvenes que iban a trabajar, o madres desesperadas por llevar a sus hijos al colegio, ¡en fin! Esas cosas que la mayoría hacen sin pensar, obligados a obedecer a una sociedad que finge ser justa. Sin embargo, con el paso de los años, un buen día te despiertas, y te das cuenta de que te has convertido en un anciano cansado de vivir, y hastiado de tanta injusticia en el mundo, entonces te deprimes, y decides no hacer nada…   

Por si les interesa saberlo, vivo solo y nunca me he casado, y antes de que empiecen a hacerse la pregunta de rigor, y respetando las preferencias sexuales de cada individuo, les responderé que me gustan las mujeres, demasiado diría yo…    De joven siempre conseguía conquistar a la chica que quería, pues todas se morían por mis huesos; detesto ser presuntuoso pero era muy guapo: alto, delgado y muy fibroso.
Me alisté en el ejército para sentirme parte de algo, siempre he sido un bala perdida; perdí a mis padres con cinco años en un accidente de coche, y fui adoptado por mi tía; una buena mujer que me ofreció su cariño incondicional hasta que murió de un ataque al corazón, el día de mi decimoquinto cumpleaños. Tengo recuerdos agridulces de aquella época…
Al no aceptar la muerte de la única persona que me había querido igual que una madre, me llevó a meterme en problemas: peleas, abusos, lágrimas, humillación…  
Si en aquel tiempo me hubieran contado que terminaría sirviendo a mi patria durante cuarenta años, francamente me hubiera carcajeado…
Tristemente debo confesar que mis grises ojos han visto demasiadas cosas que preferiría olvidar: el horror, la maldad, demasiadas injusticias… Pero no quiero apartarme del tema, volvamos a mi vecindario, pues deseo hablarles de mi vecina Jane. Vivía enfrente de mi casa, desde hacía seis meses; caminaba con la ayuda de un andador, exhibiendo con naturalidad, los achaques que la vejez manifiesta en la mayoría de los ancianos. Su cabello blanco como la nieve recogida en un moño; su rostro ajado y lleno de arrugas revelaban vestigios de la belleza que debió ser en su juventud.


Mi vecina Ann, una cuarentona corpulenta, bastante guapa, es la cotilla oficial del barrio. Si quieres averiguar cualquier cosa: ella tiene la respuesta. ¡Pues bien! Ann me informó que Jane era viuda, tenía 80 años, y se estaba recuperando de una fractura de cadera por una tonta caída.  De momento no sabía nada más.
—«¿Y a mí qué me importa» —pensé mientras le sonreía con simpatía?
Una mañana me senté en el porche a tomar mi habitual taza de té bien caliente, observando el ajetreo matutino de mis ocupados vecinos, y escuchando sus crispadas conversaciones; lo más molesto para mí: los lloros y gritos de los niños.
Por si se lo preguntan, no tengo hijos, al menos que yo sepa, como les he dicho, he sido todo un Don Juan, y nunca se sabe… Pero sigamos con el relato… mi vecina Jane caminaba con la ayuda del andador por su pequeño jardín, observando igual que yo, el ajetreo de cada mañana; sonreía burlona, o esa es la impresión que me dio, cuando nuestras miradas se cruzaron. Yo le sonreí con una leve inclinación de cabeza, y ella se relamió la boca igual que lo haría una jirafa, fue algo muy perturbador; lo hizo tres veces sin dejar de mirarme. Mi sonrisa se congeló, y bajé la mirada pensando que quizá mi nueva vecina tenía algún desequilibrio mental.
—¡Hola!¡Hola! —gritó Ann, la chismosa de la vecindad. Aquella mañana me regaló la vista con un vestido azul ajustado y muy escotado, pues mostraba un buen escote digno de una cortesana. Ann era preciosa, sin embargo, ella se sentía fea y gorda.
—¡Hola!¡Hola! —Volvió a saludar tanto a Jane como a mí. Me sentí obligado a salir a su encuentro; avancé pausadamente hasta acercarme a la valla del jardín de mi perturbadora Jane. Ann conversaba con ella con su habitual optimismo.
—¡Me voy de compras! ¡Es un rollo, pero alguien tiene que hacerlo! ¡Ja!¡Ja!¡Ja! ¿Quiere que le traiga algo?
—No, gracias. No necesito nada —respondió mi vecina Jane.
—¡Buenos días! —las saludé.

Ann me sonrió picarona, yo me acerqué a ella para admirar su generoso escote. Siempre he envidiado a su esposo, un imbécil que desconocía la joya que tenía por mujer.
—¿Necesita algo, James?
Me resultaba complicado mantener la mirada por encima de su escote, intentaba mirarla a los ojos, pero era superior a mis fuerzas, sus hermosos senos me hechizaban.
—Creo que James —intervino Jane—. Necesita pechugas, ¿no es así, querido?
Me quedé petrificado ante la humillación recibida por aquella anciana desequilibrada, sus palabras sonaron con doble intención; le clavé mis acerados ojos con hostilidad, ella ni se inmutó.
—¡Tráigaselas bien grandes! ¡Tiene pinta de que le gustan muy grandes! ¿No es así?
Sus verdes ojos me taladraron, su boca formó una sonrisa macabra. Ann sonreía, ajena al doble sentido de aquellas palabras, pues esperaba mi respuesta con buena predisposición.
—No se moleste, Ann. No necesito nada.
—¡No sea tonto! ¡Le traeré pechugas bien grandes!
Jane soltó una risita maquiavélica, y yo debo confesar que me sonrojé. Ann no se percató, pues en ese momento su marido la llamó al móvil, y se despidió de nosotros agitando la mano mientras se alejaba hablando con el teléfono pegado a la oreja; su ajustado vestido revelaba unas posaderas inmensas, pero todavía sexys.
—¿Por qué no se declara? A lo mejor tiene suerte.
Aquel comentario era lo que me faltaba por escuchar.
—¿Qué es lo que le ocurre? ¿Por qué me dice esas cosas?
Ella se limitó a entrecerrar sus ojillos verdes con cierta maldad, y volvió a relamerse desagradablemente la boca varias veces. Me dio asco, y decidí que, en efecto, le faltaba un tornillo y cuando le di la espalda para regresar a casa, me dijo:
—Yo puedo conseguir que ella se meta en su cama…
Me volví hacia ella enojado y hastiado por su constante burla hacia mí. comencé diciendo:  —Escúcheme… —Pero me detuve, pues no esperaba ver el gesto de orgullo en su ajado rostro como la seguridad de lo que había afirmado, en sus ojillos verdes; era evidente que su cabeza no funcionaba bien.
—¿Quiere que se meta baja sus sábanas? —me preguntó relamiéndose la boca con desagrado.

—No pienso seguir hablando con usted. —Me alejé lo más aprisa que pude mientras ella continuaba mofándose.
—¿No quiere tocar sus grandes pechugas? ¡A ella no le importaría, está muy desatendida! —Después comenzó a reír a carcajadas. Cerré la puerta de mi casa de un portazo y me refugié en la salita; aquella anciana me había puesto furioso. Hasta esa misma mañana, apenas nos habíamos relacionado,  y de repente, sufría aquel extraño acoso; una alarma en mi interior me advirtió de que tuviera cuidado.


Después del perturbador  episodio, el día transcurrió con cierta tranquilidad; a través de la cortina miraba furtivamente por si Jane, ahora: la loca de mi vecina, rondaba por el jardín, al no verla, salí para trabajar en mis rosales mientras esperaba a Ann con las dichosas pechugas, pero las horas pasaron y no apareció; pensé que tal vez, después de todo, sí había entendido el doble sentido de las palabras de mi loca vecina. Disgustado por lo sucedido, me acosté temprano, quería que aquel dichoso día desapareciera, deseaba olvidar todo aquello, sin embargo, no esperaba encontrarla en mis sueños, pues soñé con mi vecina, Jane… Ella se relamía la boca dejando un rastro pegajoso de babas que resbalaban por su picuda barbilla, mientras Ann aparecía a su lado completamente desnuda.
—¿La deseas? ¿Quieres tocar sus pechugas?
En el sueño le decía que sí, pues me sentía excitado ante la hermosura de Ann.
—¿Quieres tocarlas? —Volvía a insistir mientras acercaba su huesuda mano hacia los senos de Ann, agarrándolos con extrema rudeza.
—Le haces daño —protesté acercándome a Ann y apartando la garra que tenía por mano, Jane se resistía, pero después de un ligero forcejeo apartó su mano-garra de los grandes senos de Ann.
—Disfrútalos —se mofó.
Yo me encontraba a escasos centímetros de Ann y fue entonces cuando me percaté de que también estaba desnudo. Ann me sonreía con cierta timidez.
—Me gustas, James…
Aquellas palabras me dieron la libertad de rodearla con mis brazos mientras la besaba apasionadamente, ella gemía al sentir mis manos acariciando su espléndido cuerpo. La pasión nos alcanzó e ignoramos a Jane. Cerré los ojos embriagados por el deseo, Ann gritaba de placer y yo me sentía flotar, abrí los ojos para que nuestras miradas se encontraran cuando el asco y el horror se apoderaron de mí, pues Jane, la loca, había ocupado el lugar de Ann. Grité y grité escuchando las carcajadas de mi perturbada vecina hasta que desperté empapado en sudor.   El corazón me latía a toda velocidad, inspiré varias veces para tranquilizarme y resignado salí de la cama. Me duché y afeité como tenía por costumbre, pero cuando se acercaba la hora de salir al porche para tomar mi acostumbrada taza de té, me invadió cierto rechazo, no me apetecía encontrarme con aquella loca mujer; era evidente que la había tomado conmigo. Todavía recordaba la pesadilla y un inesperado escalofrío me recorrió el cuerpo. Miré a través de la cortina con la taza en la mano, y casi derramo el té, pues Jane se encontraba en el jardín escudriñando mi casa mientras se relamía asquerosamente la boca.
En mi vida de militar, he pasado por terribles momentos que no le deseo a nadie, me he enfrentado con la muerte muchas veces, pero aquella mujer, amedrentaba al más valiente. Decidí que no saldría, me negaba a sufrir sus desquiciados ataques. Tomé un sorbo de té sin dejar de observarla a través de la cortina, cuando el móvil vibró en mi bolsillo, contesté sin dejar de vigilar a Jane, que continuaba con sus ojillos centrados en mi casa sin dejar de relamerse la boca.
—¿Diga?
—¿Quieres las pechugas de Ann? ¿Sí o no?
Me quedé petrificado, no podía creer lo que estaba escuchando. Era su voz, la voz de la loca de mi vecina, pero mis ojos me revelaban que ella seguía relamiéndose la boca con la vista fija en mi casa. ¿Cómo era posible? ¿Era yo quien estaba perdiendo la cordura?
—¿Quieres las pechugas? ¿No deseas mordisquearlas? ¡Ñan!¡Ñan!¡Ñan!

Su carcajada casi me enloquece, colgué sin dejar de observarla, continuaba en su jardín agarrada al andador, dirigiéndome una cruenta sonrisa. ¿Cómo era posible? Su boca solo se había entreabierto para relamerse. Me aparté de la ventana intentando asimilar lo que había sucedido. En ese instante el timbre de la puerta irrumpió abruptamente, sobresaltándome; un sudor frio me recorrió el cuerpo; abrí la puerta con cierta cautela y sentí un gran alivio al ver que se trataba de Ann, la guapa chismosa.
—¡Bienvenida Ann!

Ann me ofreció una encantadora sonrisa, pero en sus ojos se reflejaba cierta inquietud. Me alarmé, pues pensé que quizá Jane, mi extraña vecina, la había condicionado contra mí.
—¡Hola, James! Siento mucho lo de ayer pero no pude venir. Siempre voy con prisas y me fue imposible pasarme.
Por un momento no entendí lo que me decía, todavía estaba conmocionado por el extraño suceso ocurrido con Jane, pues ella me había hablado por teléfono al mismo tiempo que permanecía observándome desde el jardín de su casa relamiéndose como una vaca. ¡Era una locura!
—¿James? —intervino Ann, despertándome de mis conjeturas.
—Lo siento Ann, ¿me decías?
Ella me sonrió con comprensión y extendiendo su brazo, me ofreció una abultada bolsa. Por un momento no sabía que era, pero después comprendí de qué se trataba.
—Las pechugas —afirmé azorado, y aliviado al menos, de que Ann no había captado el comentario mal intencionado de la bruja de mi vecina.
—Si necesitas cualquier cosa…  —comentó Ann a modo de despedida, yo me resistía a que se marchara, me incomodaba que Jane, nos vigilara mientras se relamía obsesivamente.
—¿Puedo darte las gracias invitándote a un café?
Ann estuvo a punto de rehusar, parecía incomoda ante mi presencia, yo le mostré la mejor de mis sonrisas y aquello pareció funcionar; se encogió de hombros y entró en mi casa. En aquel instante me percaté de lo sexy que estaba; el pantalón de deporte, no podía quedarle más ceñido y el jersey con escote de pico, mostraba lo suficiente para regalar la vista de sus hermosos senos…
Nos adentramos a la espaciosa cocina y sin previo aviso, como si de un acuerdo tácito se tratara, se dispuso a preparar café, mientras yo desenvolvía las pechugas, las lavaba y las colocaba en una bandeja.
—¿Cómo le va a tu hijo en Oxford?
—A Robert le va demasiado bien, es un cerebrito. ¡Ya lo sabes! Pero me gustaría que fuera menos estudioso y se divirtiera más…
Nos sentamos a la isleta de la cocina, y vi cierta preocupación en su bello rostro.
—Ayer sucedió algo que…
—Cuéntame Ann —la animé.

—Fui a la ciudad a darle una sorpresa a John…y la sorpresa me la llevé yo…
John, el marido de Ann, nunca me ha caído bien y por muy abogaducho que sea, siempre he sabido que es «idiota»
—Continua… —la alenté.
—Hace semanas que trabaja mucho, y eso nos quita tiempo de estar juntos. Tuve la mala idea de pasar por su despacho a la hora de comer y… —Ann guardó silencio mientras las lágrimas surcaron su rostro. Sin percatarme de lo que hacía se las sequé suavemente con el pulgar.
—Lo vi, James. ¡Lo vi en el despacho con esa secretaria!
—¿En el despacho? —pregunté incrédulo.
—Esperaron a que todos se fueran a comer, y ellos se quedaron para hacer cochinadas.
—¿Y qué te dijo?
Ann bajó la mirada abochornada. —Nada… —me contestó— Cuando los vi, me quedé unos minutos procesando lo que estaba sucediendo y luego me marché.
—¿Por qué?
—Porque sé que John se divorciaría de mi sin pensárselo dos veces. Y yo no tengo ganas de estar sola, ¡no puedo! Si quiere beneficiarse a esa niña de dieciocho años para sentirse más hombre, ¡allá él!
—¡Tú marido es idiota! ¡Siempre lo he pensado! ¡Si yo tuviera veinte años menos…!
Ann se rió mientras se llevaba la taza de café a los labios.
—James, no hace falta que tengas veinte años menos, estás muy bien así. No aparentas la edad que tienes… —me confesó con coquetería.
Bajé la vista a su escote con toda intención y sus mejillas se sonrojaron. Durante unos largos segundos nos quedamos en silencio hasta que Ann lo rompió.
—De hecho, me viene a la cabeza que… esta noche he soñado contigo…
Aquello me alarmó.
—En el sueño yo no era exactamente yo… me sentía sin voluntad. Alguien estaba haciéndome daño y tú me ayudaste y me abrazaste y…y… nos abrazamos y… —En ese punto se detuvo, sus mejillas se apreciaban arreboladas. Era evidente que habíamos soñado lo mismo, pero ella nunca confesaría que la pasión nos atrapó y nuestros cuerpos desnudos se unieron para formar uno solo.

—Continua… —intervine intrigado.
—Me sentía protegida entre tus brazos…
Nuestras miradas se cruzaron y antes de que pudiera reaccionar, ella se levantó decidida a abandonar la casa.
—Tengo que irme —explicó azorada; en ese instante su móvil sonó.
—¿Si? ¡Hola, Jane! Si, está aquí conmigo. Espera que se lo paso…
Al pegar el móvil a mi oído el mundo se detuvo.
—¿Quieres sus pechugas? ¿Las quieres? —volvió a increparme.
—Señora, por favor yo…
—Cállate y escucha. Ella jamás se meterá en tu cama, pero se siente atraída por ti. Es receptiva, por eso puedo entregártela. Solo debes darme una cosa y dispondrás de sus pechugas cuando quieras.  Me sentía mareado, abrumado por el acoso de su insistencia. No le contesté y me limité a devolverle el móvil a Ann, ella se lo llevó al oído y empezó a escuchar atentamente lo que Jane le decía, en ese instante, su mirada se nubló y el cuerpo se tensó tanto que no parecía humano; dejó el móvil en mi mano y con movimientos robóticos, empezó a quitarse el jersey, los pantalones, y la ropa interior; su postura quieta recordaba a una muñeca sin alma.
Unos golpes bruscos me apartaron de la hermosa visión del cuerpo desnudo de Ann. Me resistía en abrir la puerta, Ann se hallaba desnuda y explicar su robótico comportamiento, equivalía a que cualquiera dedujera que la había drogado para aprovecharme de ella.
Los golpes sonaron tan bestiales que por un momento pensé que la policía irrumpiría en mi casa; resignado entreabrí la puerta y para mi asombro, mi anciana vecina, se hallaba en la entrada.
—¡Quítate de en medio! —me ordenó mientras arrastraba los pies con la ayuda del andador, esbozando una diabólica sonrisa, y clavando su perversa mirada en Ann, soltó una sórdida risotada.
—¿No quieres probarla? —se mofó.
—Señora, yo…no… entiendo —Me quedé sin palabras.
—Necesito cuatro cosas de ti —aseveró señalándome con el dedo índice—. Y te daré cuarenta años de juventud. Seguirás aparentando el aspecto que tienes ahora, pero en tú interior, serás cuarenta años más joven, además de más ágil y sano. Y por supuesto tendrás a Ann en tu cama… —Los verdes ojos de la anciana brillaron con intensidad; el miedo se apoderó de mí y reculé negando con la cabeza. Ann continuaba desnuda tan rígida como una estatua.

Jane, avanzaba ahora, sin su andador, y comenzó a desnudarse a medida que se acercaba a mí, cuando su envejecido cuerpo desnudo, estuvo a escasos centímetros del mío, sonrió maliciosamente, acto seguido puso los ojos en blanco, mientras de sus labios surgía una salmodia constante y monótona. Aquel idioma sonaba algo parecido a egipcio o quizás arameo, no estoy seguro… Pero lo más sorprendente, es que a medida que repetía las palabras, su cuerpo y rostro se iban transformando en una preciosa joven de unos veinti tantos años.
—¿Qué decides? Necesito tu consentimiento. —su voz aterciopelada, me embriagaba; me sentía incapaz de negarle nada; asentí sin saber lo que me esperaba…

Han pasado diez años desde entonces, y debo reconocer que Jane, no mintió. Tengo ochenta años y me siento tan vital como ella aseguró; salgo a correr cada mañana como si tal cosa, y mi virilidad sigue imparable, Ann puede dar fe de ello diariamente… nos divertimos mucho en la cama, mi fogosidad es inagotable, más incluso que en mi juventud.
—¡OOOH! ¡James! ¡Cariño! —exclama Ann extasiada de placer, mientras nuestros cuerpos vuelven a unirse una y otra vez durante largas horas maratonianas para después dormir abrazados el resto de la noche.
Debo confesaros que mi apariencia sigue siendo como cuando tenía setenta años, y ya entonces aparentaba sesenta.

Como os he adelantado, Ann vive conmigo, se divorció del idiota de su marido que le otorgó una generosa pensión vitalicia; por cierto, despidió a la secretaria, y ha intentado volver con Ann.
—Tú me has demostrado lo que es la felicidad James, mi amor. Cada día… con las cosas sencillas de la vida… ¡Está loco si piensa que volveré con él!

Si os preguntáis que quería de mí aquella misteriosa mujer, diré que, ciertamente, perturbará al más estoico.

Me seccionó los meñiques de ambas manos, además de un pulmón, y un riñón. No puedo explicar como lo hizo, apenas recuerdo nada, solo la visión de su joven cuerpo desnudo y la salmodia constante que su aterciopelada voz canturreaba. No tengo cicatrices de la extracción; para los médicos es un misterio de la naturaleza, pero no para mí, yo sé lo qué sucedió. Una bruja apareció en mi vida y todo mi mundo cambió.

Ann, mi Ann, sigue siendo igual de cotilla, me pone al día de cualquier chisme vecinal. Nos reímos mucho, y como ya he mencionado anteriormente, nos divertimos mucho más en la cama. Es curioso, pero ella apenas recuerda nada, solo que me quiere y eso es lo que verdaderamente importa.

Robert, ahora es mi hijastro, y nos visita muy a menudo; me cae bien, es un buen chico, solo que hace unos días nos dijo que había tenido un pequeño accidente. ¿Lo adivináis? ¿Le faltan los meñiques de ambas manos? ¿Casualidad? No lo creo. ¿Me pregunto que le habrá otorgado la bruja?

                                                    

Un comentario

  1. El relato, mi vecina. es increíble, no puedes parar de leer, es apasionante como narra esta historia, te lo hace vivir. Queremos más relatos como este Maribel, gracias por compartir tus relatos. enhorabuena. un saludo

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