Una espesa niebla envolvía a la ciudad de Londres. Casilda tuvo que apoyarse en su primo Oliver para no tropezar al bajar del carruaje; un frío extraño le recorrió el cuerpo produciéndole un estremecimiento que afortunadamente no noto ninguno de sus acompañantes. La comitiva hacia la casa de la condesa de Miracle la inicio su padre, el Duque de Denson, seguido de su madre, su tía Eulalia, y su primo Oliver.
Había comenzado la temporada de bailes en Londres, y Casilda, como joven casadera tenía que asistir a estas fiestas, estaba en el mercado del matrimonio. Cada día detestaba más tener que asistir aquellos tediosos bailes en los que se sentía como mera mercancía. Se despreciaba a sí misma y a sus padres por obligarla a participar en aquel mercadeo que llamaban conseguir un buen partido como marido, y a ella, por participar en esa pantomima regalando su mejor sonrisa fingida a los caballeros que tenía en su carnet de baile.
Casilda no sabía quiénes le resultaban más repelentes, si los jovencitos petimetres que se creían que eran el ombligo del mundo por ser joven, algunos agraciados físicamente, y pertenecer a familias ricas e influyentes con título nobiliario, o aquellos caballeros que casi le doblaban la edad, y que lo que buscaban era una mujer con la que engendrar su heredero legítimo.
Un criado vestido con sus mejores galas, les tomo los abrigos y los acompaño al gran salón; un calor sofocante los recibió y a Casilda se le hizo casi insoportable respirar aquel aire. El salón estaba perfectamente iluminado, la orquesta había comenzado a tocar, y colocadas estratégicamente, había varias mesas con algún que otro refrigerio, además de ponche para las damas y bebidas alcohólicas varias para los caballeros. Unos elegantes floreros con peonias y hortensias rosas y azules le conferían un toque de elegancia y frescura al salón de baile. La condesa de Miracle era famosa por su buen gusto en la decoración de sus diferentes propiedades repartidas por toda Inglaterra. Una suave caricia en el hombro hizo a Casilda volver a la realidad, y saludar con cortesía a la anfitriona de la fiesta.
—Casilda, querida, estás arrebatadora esta noche. Seguro que hoy consigues un pretendiente con propuesta de compromiso.
—Muchas gracias, contesto Casilda con una tímida sonrisa.
—Pero pasad —dijo Dorotea, al tiempo que se cogía del brazo de Lady Denson y Lady Eulalia.
Casilda comenzó a caminar detrás aquella mujer vivaracha y parlanchina mujer que era su anfitriona, y que había secuestrado a su madre y su tía durante toda la noche; sin lugar a dudas tendrían mucho de lo que cotillear.
Esa sensación de ahogo volvió otra vez a Casilda, miro el salón repleto, y se sintió angustiada y fuera de lugar. Se sentía sin fuerzas para seguir fingiendo. No quería estar allí sosteniendo conversaciones insustanciales con las muchachas de su misma edad, que estaban allí con el único propósito de cazar marido. Esa noche se le hacía insufrible solo pensar en los interminables bailes en los que se sentía observada con un mero trozo de carne listo para ser comprado.
Corría el año 1891, Casilda quería ir a la universidad, cursar la carrera de matemáticas y ser una mujer independiente, viajar… Pero eso solo lo sabía ella, jamás se le ocurriría compartir esto con sus padres. La tacharían de loca, y la enviaran al campo con la tía Geltrú hasta que se le pasaran esas ideas locas. Sus padres no podían enterarse de que su escrito favorito era Oscar Wilde, y que sentían una profunda devoción por Ada Lovelace[1]. Casilda se preguntaba porque su madre no podía ser como la de Ada Lovelace, y ayudarla a cultivar esa pasión que sentía por las matemáticas y fomentar las ansias de aprender.
—Son mi pasión, sin embargo, aquí estoy, en un salón repleto de insulsos mentecatos que me ven como un trozo de carne que está en venta. Casilda se tapó inmediatamente la boca con la mano y sintió como el rubor subía hasta sus mejillas. No se explicaba cómo había dicho algo tan inapropiado, y además a un desconocido.
Casilda no había nacido para estar a la sombra de un hombre que decidiera todo sobre su vida, y que su vida se circunscribiera a ser madre y esposa. Solo de pensarlo se le revolvía el estómago, y, sin embargo, allí estaba, en un salón repleto de extraños que le producían un inmenso hastió. De estos oscuros pensamientos la sacaron una firme voz que le ofrecía un refrigerio. Casilda, al girar la cabeza, se encontró con un joven que sostenía una bandeja. Con desgana tomo un refresco y sin mirarlo le dio un sorbo a la bebida, de repente noto que algo ligero como una pluma tocaba sus pies. Al bajar la mirada vio cómo se posaba en el bajo de su vestido un pequeño papel todo garabateado. Apremiada por la curiosidad, recogió el minúsculo papel y sus ojos se iluminaron al ver que aquellos garabatos eran algoritmos matemáticos; Casilda en un primer momento se sintió desconcertada, no comprendía de donde había salido aquel papel, hasta que diviso al joven con la bandeja de refrescos alejarse. Con decisión, Casilda se mezcló entre las parejas que estaban bailando hasta alcanzar al joven.
—¿No habrá perdido esto? —pregunto Casilda al joven, al tiempo que mostraba discretamente el garabateado papel.
Los ojos del joven se iluminaron de alegría y con perspicacia tomo el papel de la mano de Casilda.
—Muchas gracias, señorita, no se imagina el favor que me ha hecho, ¿pero ¿cómo ha sabido que era mío?
—No lo sabía, pero por lógica pensé que era suyo, usted acaba de estar a mi lado cuando me ofreció el refresco, y además nadie de esta sala tiene algo así en sus bolsillos.
En los labios del joven se dibujó una pícara sonrisa.
—Por lo que he podido ver, es un algoritmo matemático —continúo diciendo Casilda.
—¿Entiende usted de matemáticas?, inquiero el joven extrañado.
El joven la miro con una profunda mirada cargada de curiosidad.
—Me llamo Carl, y siento la misma pasión que usted por las matemáticas.
—Mi máxima ilusión sería estudiar matemáticas. Soy una profunda admiradora de Ada Lovelace.
—Aquí no podemos hablar —dijo el joven que no paraban de reclamar su atención las señoras que estaban sentadas enfrente.
—Cierto.
—Además, ¿qué dirán de usted viéndola hablar tanto tiempo con un criado?
—Eso no me importa.
—¿Le parece un atrevimiento que la invite mañana a tomar el té en el café que está enfrente del museo de ciencias naturales?
—No me lo parece, allí estaré.
El día amaneció con un tímido sol que poco a poco fue engullido por una persistente niebla. Casilda se ajustó la capa y acelero el paso. A su madre le dijo que iba a tomar el té con su amiga Laura, así que el cochero la dejo en casa de Laura, y el resto del camino lo tuvo que hacer andando. Cuando llego Carl ya había llegado y estaba sentado en una discreta mesa junto a la ventana. Al verla se levantó, la ayudo a quitarse la capa y le separo la silla.
—Perdón por llegar tarde, pero he tenido que decirle a mi madre que iba a tomar el té con una amiga.
—Comprendo, dijo Carl al tiempo que pedía té y unos pastelitos de crema.
—Me llamo Casilda.
—Encantado de conocerla Casilda, mientras le estrechaba la mano.
—Así que es un apasionado de las matemáticas —dijo Casilda para romper el silencio incómodo que se había instalado entre los dos.
—Efectivamente, estoy estudiando matemáticas, y en un futuro espero poder dar clases en la universidad.
Los ojos grises de Casilda se iluminaron al escuchar aquellas palabras, y a la vez un nudo en el estómago hizo acto de presencia. Carl estaba haciendo lo que ella más anhelaba, y que no podía hacer por el mero hecho de ser mujer.
Como si Carl adivinara sus pensamientos comenzó a hablar de Ada Lovelace, mujer y matemática, y como cuando nadie más vio el potencial de la máquina analítica creada por Charles Babbage, Ada Lovelace, fue capaz de desarrollar el primer algoritmo con capacidad para ser procesado por ese aparato.
—Pero Ada Lovelace, tenía a una madre que la apoya en cultivar su intelecto —dijo Casilda con tristeza.
—Creo que nada es imposible, solo lo que no se intenta.
—Sabía que Ada Lovelace, en 1842, realizó su único trabajo profesional para la revista Scientific Memoirs, que le encargó la traducción de un artículo escrito en francés por el ingeniero militar italiano Luigi Menabrea en el que se describía la máquina analítica de Babbage[2]. Ada publicó el artículo con abundantes notas de su cosecha, en las cuales aportaba sus propias teorías acerca del funcionamiento de la máquina de Babbage.
—Lo conozco, además de mis estudios estoy en un club de matemáticas, donde participan profesores y alumnos de la universidad, ¿tal vez le gustaría asistir alguna de nuestras reuniones?
Casilda no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Le puedo asegurar que no discriminamos a nadie, todo aquel que ame las matemáticas en bienvenido, sea hombre o mujer.
Casilda no podía hablar de la emoción, solo acertó a confirmar con un leve movimiento de cabeza.
—Y quién sabe, tal vez en un futuro no muy lejano, termine cursando estudios en la universidad. Bienvenida a nuestro club.
Casilda tomó un sorbo de té, y con una mirada cargada de gratitud miro a Carl que estaba dando un mordisco a un pastelito de crema. Por fin, Casilda sintió que había un pequeño atisbo de tomar las riendas de su vida.
Habían pasado cinco años desde aquella decisiva tarde. Cuando Casilda llegó a casa después de tomar el té con Carl, escucho la voz de Lady Miracle. Tras dejar la capa, el sombrero y los guantes a la criada se acercó a la salita de té. Sus oídos no la habían engañado, su madre tenía la visita de Lady Miracle que estaba acompañada por un hombre mayor, que a Casilda le desagrado su presencia.
Después del tiempo transcurrido, Casilda recordaba con total claridad todo lo que había sucedido. Ese caballero era el sobrino de Lady Miclare, y en el último baile se había fijado en ella. Estaban allí porque había decidido empezar a cortejarla. Sus padres estaban de acuerdo, y si el conde de Durham seguía con la misma opinión sobre Casilda, se casarían en el verano.
Cuando la madre de Casilda le comunico las intenciones del conde de Durham, Casilda quedo tan horrorizada que le entraron unas fiebres que la tuvieron en la cama casi un mes. Cuando Casilda estuvo casi recuperada, y tuvo fuerzas para hablar con su madre, la informo de sus anhelos, y que entre estos no estaba casarse con un hombre que no conocía y que le resultaba repulsivo. La madre de Casilda achaco el comportamiento de su hija a las fiebres y que aún no estaba recuperada, pero cuando la recuperación fue total y vio que Casilda continuaba con esas ideas tan inapropiadas de una dama, no le quedo más remedio que hablar con su esposo.
Los padres de Casilda, hicieron odios a la opinión de su hija y continuaron con los preparativos, aquella boda debía de celebrarse. El conde de Durham sería quien abriría las puestas de la política al padre de Casilda.
Casilda se sentía como moneda de cambio, la desesperación era su única compañera, hasta que en un momento de desesperanza, y como último recurso, le escribo a Calr. La respuesta de Calr no se hizo esperar, los dos urdieron un plan de escapar juntos para casarse, pero durante la huida serían descubiertos por Lady Miracle y su sobrino, de este modo perdería el interés en ella
Sería un escándalo para su familia, pero era lo único que podía hacer.
Hacía cinco años que Casilda había huido con Carl con la intención que los descubrieran. En la huida fueron interceptados, pero el resultado no fue el que esperaba Casilda. Fue repudiada por su familia, y lo único que le quedo fue Calr, y sus libros. Después de cinco años, y pasando muchas necesidades, logro estudiar matemáticas, y tanto Calr como ella eran profesores de matemáticas.
Carl y ella se habían casado, y le partía el corazón recordar que sus padres se habían negado a ir a la boda, y también a conocer a su nieta, que pronto cumpliría dos años.
Casilda había logrado su libertad, pero había perdido a sus padres. La intransigencia se había impuesto ante el amor a su hija.
Por Sandra Ovies, relato publicado en la antología El Misterio del Guante Rojo
[1] Fue una matemática y escritora británica, célebre sobre todo por su trabajo acerca de la computadora mecánica de uso general de Charles Babbage.
[2] Matemático y científico de la computación británico. Diseñó y desarrolló una calculadora mecánica capaz de calcular tablas de funciones numéricas por el método de diferencias.